2da, 3ra, lengua y literatura turno tarde

Hola alumnos
Como es de publico conocimiento, las clases están suspendidas debido a la pandemia del coronavirus, motivo por el cual estaremos en contacto de manera virtual, en este caso a través de una pagina de blogger, en donde subiré los contenidos a desarrollar.
En este caso como actividad leerán una novel que titula "El asesinato de la profesora de lengua", ojo es una historia de ciencia ficción, no vayan a intentarlo conmigo jaaa.
Consignas
a) Por semana leerán 5 capítulos de la novela. La novela es muy entretenida y seguramente se verán reflejados en  los personajes de la misma, estoy segura que les va a gustar mucho.
b) Realizar un glosario con las palabras que no conozcan su significado.
c) En los capítulos de la novela encontraran actividades que deberán desarrollar

d) Después de la lectura de los capítulos uds re narraran o sea contaran con sus propias palabras  la novela y socializaremos entre todos con un breve plenario.


EL ASESINATO DE LA PROFESORA DE LENGUA
La profesora de lengua, Soledad, está harta de que sus alumnos no se esfuercen en clase. Su desesperación ha llegado a tal limite, que les comunica una seria noticia: antes de acabar el día, asesinara a uno de ellos, si no consiguen detenerla antes. A los alumnos les va la vida en ello, así que no perderán un solo segundo. La búsqueda ha comenzado...
QUERIDO LECTOR
 Hace unos años publiqué aquí mismo, en esta colección, «El asesinato del profesor de matemáticas». Fue mi venganza por lo mal que me trataron mis profes de mates en la infancia. Lo cierto es que las matemáticas son hermosas... si te dicen que son un juego maravilloso. Pero nadie te lo dice. Lo descubrí de mayor y por eso creé el personaje de un profe fantástico que quiere que sus alumnos aprueben.
 Ahora tienes en las manos «El asesinato de la profesora de lengua». Este caso es distinto. Yo amo la literatura, la palabra escrita, escribir, leer. Tenemos la suerte de estar vivos y de tener libros. ¿Se puede pedir algo más? Yo creo que no. Es cierto que de niño ya escribía como un loco, dejando volar mi imaginación. También tuve, eso sí, una profesora de lengua que me ponía ceros por tener fantasía, pero son cosas que pasan. Hoy el único motivo de que una maestra de lengua se vuelva loca (como sucede en este libro) y amenace con espachurrar a uno de sus alumnos, es que ellos no lean. ¿Es tu caso?
 ¿Es vuestro caso? Pues cuidado: el día menos pensado la profesora o el profesor de lengua puede que se harten y que hagan como la de esta novela.
 Yo os aviso.
 De todas formas, si leéis esto y descifráis las pruebas despacio, sin saltároslas, veréis que no es tan fiero el león como lo pintan. Quería demostraros que escribir y leer también es un juego.
 De ingenio, claro, y sin mandos ni tres vidas.
 Que os vaya muy bien en esta experiencia literaria.
Autor: , Sierra i Fabra, Jordi
Estos son los cinco primeros capitulos
 EL ASESINATO DE LA PROFESORA DE LENGUA
Capítulo SILVIA Y BRUNO Lewis Carroll
 EN el mismo momento en que la SOS entró en clase, se dieron cuenta de que algo sucedía. Era una mujer menuda, frágil, llena de entusiasmo y bondad, con un rostro suave y amable. La llamaban SOS, por esa razón. Parecía estar pidiendo socorro. En realidad, eran las iniciales de su nombre: Soledad Olmedo Sánchez. A la mayoría de los que tenían el nombre formado por iniciales curiosas, les bautizaban con ellas o con su significado. Un juego que en el caso de la profesora de lengua se reservaba solo para los alumnos, aunque estaban seguros de que ella lo sabía. Los profesores siempre sabían más de lo que aparentaban, pero eran un mundo en sí mismos, impenetrable. El poderoso mundo que les aprobaba o suspendía a fin de curso.
 —Seño, tiene mala cara —dijo Matilde Sempere, siempre preocupada por la salud de los demás.
La señorita Soledad alcanzó la mesa, dejó los libros que siempre cargaba sobre ella y los abarcó con una mirada de agotamiento antes de dirigirse a Matilde y responderle:
—Sí, no me encuentro muy bien.
—¿Por qué no se ha quedado en la cama? —propuso Estanislao Costa, sin ocultar ni disimular su interés de que tal probabilidad se confirmase.
—No es una enfermedad de las de guardar cama — suspiró rendida, apoyándose en la mesa—. Es más bien... frustración —les abarcó de nuevo con sus ojos empequeñecidos, como si un peso insondable tirase de ella desde el interior, a punto de arrastrarla al abismo—. Los exámenes de ayer...
 El silencio fue ominoso.
Los exámenes, claro. —Pero bueno, ¿qué os pasa? —exclamó la profesora de lengua.
 El silencio se hizo aún más espeso. —La mitad de la clase ha hecho más de diez faltas en una redacción de un folio. ¡Un folio! —estalló—. Únicamente dos no habéis hecho ninguna falta, y al menos un tercio no ha leído el libro que os mandé leer —su voz sobrevoló el silencio igual que un pájaro de mal agüero. No recordaban haberla visto así jamás, tan... abatida. Sí, mucho más que enfadada: abatida—. ¡Sois tan tontos que incluso copiáis tal cual esa página de internet que os sopla las chuletas! ¡Tal cual! ¡Ni os molestáis en hacer el menor esfuerzo por cambiar una palabra! ¡Es que no ponéis nada de vuestra parte! —hizo una breve pausa antes de volver a preguntar—: ¿Qué os pasa?
Los rostros, por raro que pareciera, se mostraron graves. Si hasta la SOS se ponía mal y en su contra...
—Tú, Tasio —se dirigió a TNT. El chico se quedó blanco.
 —A mí no me pasa nada —respondió asustado.
—¿Ah, no? —insistió ella—. ¿Por qué no leíste el libro?
—No tuve tiempo. —¡No digas tonterías! —En serio —insistió él.
 —¿Y tú, Gaspar? —le tocó el turno a GOL.
—No me gusta leer —fue sincero.
—Eso ya lo sé. —Pues ya está —pareció desafiarla, aunque no era esa su intención.
 —¡Es una novela genial, divertida, que se lee en un plis plas! —gritó la profesora—. ¡Por Dios, a mí me hacían leer El Quijote!
—A usted le gusta leer, pero a mí no —se mantuvo en sus trece Gaspar—. Y eso de que se lee en un plis plas... Tiene cien páginas, y sin dibujos.
La señorita Soledad se sintió desfallecer.
—¿Dibujos? ¡Que tienes catorce años, hijo! Tasio Nerea Tarrago, alias TNT , y Gaspar Oñate Lamela, alias GOL, se miraron entre sí.
 Eran los más peleones de la clase. Si se sorteaba una torta, se la llevaban al alimón. Ni las matemáticas ni la lengua iban con ellos. Por lo demás, todos les apreciaban. Eran sinceros, directos, legales... Y encima inteligentes. Los maestros lo decían. Su frase predilecta era: «Si pusierais algo de vuestra parte...». Y ya lo intentaban, ya. Lo malo es que no lo conseguían.
La profesora de lengua se pasó una mano por los ojos. Envejeció diez años de golpe.
—¿No os dais cuenta de que a los treinta años tendréis esto seco? —se llevó una mano a la frente con doloroso patetismo
—. No sabréis pensar y seréis tontos. Pero no tontos a secas, sino rematadamente tontos. Y no me digáis que falta mucho para eso y que tal y cual. Los tendréis. ¿Queréis ser unos idiotas, sin poder hablar con nadie, con un trabajo asqueroso porque careceréis de un mínimo de cultura? —aumentó el tono de voz al irse caldeando—.
 ¡Se aprende más leyendo que estudiando! ¡Un día llegaréis a los 70 años y entonces, ¿qué?! ¿Os sentaréis en un parque mirando al infinito, jubilados pero no felices, muertos en vida y dándoos cuenta, demasiado tarde, de que habéis tirado lo único que teníais: la existencia? ¡Santo cielo, no seáis unos frustrados, porque es lo peor que hay! ¡Os estáis jugando el futuro, aquí, ahora! ¡Todo está en los libros! ¡La cultura no es venir a clase cada día, aprenderos las lecciones como loros, que os pongan un cinco pelado y pasar el curso! ¡La cultura es absorber la vida, aquí dentro y ahí afuera, estar abiertos a todo, no pasar de nada, tener curiosidad, y por encima de todo leer y leer, para ser felices, aprender, entender las cosas, hacer que el cerebro se engrase! Dejó su agitada perorata y se enfrentó a sus semblantes serios. Nunca la habían visto así. ¡La SOS gritando! —Pues se acabó —recuperó su tono más sereno, aunque no exento de tensión—. Ya sé que todo esto que os he dicho os suena a paliza, así que yo... me rindo. Fin del buen rollo, como decís vosotros. Me voy a poner más que dura. Desde ahora, nada de cuatros con esperanza o cincos pelados. ¡Una sola falta será un cero! Hubo un murmullo. Un revuelo. —Oiga, que así suspendemos todos —protestó Elvira Roca. —Ni más ni menos —la señorita Soledad se cruzó de brazos. —¿Eso es legal? —preguntó Pablo Antonio Valero Orihuela, al que por supuesto llamaban PAVO. —Esta es mi clase. —Pero no es justo —intervino Eulalia Rincón.
—Menos justo es que castiguéis así vuestra vida y vuestro futuro. Yo... no puedo más. Lo siento. Nopue-domás —lo deletreó sílaba por sílaba para dejarlo aún más claro—. Si fuerais tontos, lo entendería, pero no lo sois. Vagos, inconscientes y estúpidos sí, pero tontos, no. He fracasado en la misión de haceros entender que podéis, y sin mucho esfuerzo, aunque no lo creáis. Por lo tanto... Dejó la parte frontal de la mesa y se sentó en su silla. Luego tomó una novela que llevaba entre sus libros y se puso a leerla como si tal cosa, pasando de ellos. Primero, les pareció divertido.
Transcurrieron los primeros segundos, casi un minuto. Hasta que llegó el primer rumor.
 —¡Callaos! —ordenó ella—. Por lo menos dejadme leer en paz. La estupefacción aumentó.
 —Señorita... ¿no damos clase? —preguntó por fin Manuel Martínez.
 —¿Clase? —levantó los ojos del libro y alzó las cejas
—. ¿Para qué? No sirve de nada. Y a mí, desde luego, no me gusta perder el tiempo. Continuó leyendo su novela. Ya no se oyó ni una mosca.
Capítulo HISTORIA DE DOS CIUDADES Charles Dickens
 A la hora del recreo, no se hablaba de otra cosa.
—Qué fuerte, ¿no?
—Una pasada.
—¿Ya no vamos a dar clase de lengua lo que queda de curso?
 —¿Cómo no vamos a dar clase de lengua, hombre? —Pues ya me dirás.
 —Mañana estará bien.
—¿Y si no lo está?
A la Úrsula tuvieron que llevarla al hospital. —Porque se le cruzaron los cables y se volvió loca de golpe.
—Pues la SOS está en camino.
—No seáis bestias, va. A todos nos cae bien, ¿no? Tuvieron que admitir que sí, que de largo era la mejor.
—Ya, pero caen como moscas. La reflexión de Ana Álvarez Aroca, rebautizada como Triple A, les alcanzó de lleno. Por sus mentes pasaron no solo la señora Úrsula, hospitalizada de urgencia, sino también el profesor Sancho y la profesora Asunción, de baja por depresiones de caballo.
—Parecemos asesinos en serie —admitió Sonia Romero.
 —Menuda racha llevamos. Salvo Ana, que era del grupo de las listas, se habían quedado solos los peores de la clase: Tasio, Gaspar, Sonia, Pedro y Fernando. Los seis intercambiaron miradas culpables.
—El otro día dijeron en la tele que ser profe tiene casi tanto riesgo como ser corresponsal de guerra. A muchos los acosan, y los alumnos más bestias van a por ellos. Ruedas pinchadas, pintadas, bromas pesadas...
—Nosotros no hemos llegado a eso —quiso dejarlo claro Gaspar.
—Pues en el fondo es lo mismo —suspiró Ana—.
 La señorita Soledad se siente muy herida, como si le hubiésemos fallado. Yo nunca la había visto así.
—¿Y qué quieres que le hagamos, Triple A? —se ensombreció Tasio.
—Tampoco nos pide tanto.
—Yo iba a leerme el libro —dijo sin mucho convencimiento Gaspar.
 —Y yo —le secundó Tasio.
—Ya —bufó Ana. —¿Por qué no me decíais que lo habíais sacado todo de internet? —refunfuñó Sonia.
—¿Y tú? ¿Por qué no lo decías tú? —protestó Pedro.
—No se me ocurrió —admitió la chica.
—Si lo malo no es sacarlo de internet. Lo malo es copiarlo tal cual —puso el dedo en la llaga Fernando—. Ahí sí se ve lo burros que somos.
—Pues ahora vamos a pringar todos, está claro. El abatimiento les pudo. Un panorama gris, casi negro, se cernía sobre ellos. Y la crisis parecía no haber hecho más que empezar.
—A mi padre, si le llevo un cuatro, siempre puedo decirle que metí la pata, y que en septiembre recupero, pero un cero... —Un cero pesa. —Jo, si pesa.
Siguieron deprimidos. Tasio y Gaspar miraron a Ana. Siempre estaban juntos, inseparables, TNT, GOL y Triple A, pero a diferencia de los dos chicos, a ella le gustaba leer.
—Yo es que cojo un libro y empiezo a ver palabras que no tengo ni idea de lo que significan y me pierdo y... — musitó sin esperanza Tasio.
 —¿Cómo vas entenderlo si no lees nunca? —dijo Ana —.
Las palabras se hacen familiares a medida que lees, y entonces ya no se olvidan. Y tampoco cuesta tanto mirar de vez en cuando el diccionario si una palabra es importante para comprender algo esencial. —Así de fácil —protestó Gaspar.
—Pues sí —insistió Ana—. Y ya sabéis lo que pienso yo: que no leéis por miedo al qué dirán —sus ojos fueron de Gaspar a Tasio
—. Yo pienso que hoy en día es lo más progre que hay. La auténtica rebeldía. Mi hermano mayor me dijo ayer que yo era rara porque leía, y se rio de mí, pero el raro es él, que hace lo que la mayoría, como un borrego. Hoy toca fútbol, hoy toca emborracharse, hoy toca tal y mañana cual, sin personalidad propia, sin iniciativa. Leer un libro es el acto más individual que existe hoy en día. ¿No estamos todos en contra de la globalización y nos manifestamos hace unas semanas por ello? Pues leer es el equivalente de esa rebeldía. Tasio y Gaspar contemplaron a su amiga con admiración. Era estupenda.
—Bueno —insistió en el tema que les ocupaba Fernando—. Tenemos un problema con la SOS. ¿Qué hacemos?
 —Sí, ¿qué hacemos? —le apoyó Sonia. Ninguno tenía una respuesta para eso, y menos con los hechos tan recientes. Solo confiaban en que al día siguiente las aguas hubieran vuelto a su cauce. Una esperanza. O eso, o lo pasarían mal.
Capítulo LOS TRES MOSQUETEROS Alexandre Dumas
 LA señorita Soledad no se encontraba en la sala de profesores. Eso sí era raro. La buscaron por el instituto hasta dar con ella. Seguía leyendo su novela, concentrada, ajena al mundo en general, sentada en una mesa del bar del centro escolar, frente a una taza de café. Una vez localizada, no supieron muy bien si seguir o no.
—¿Y si se enfada más? —susurró Tasio.
 —Hemos dicho que hablaríamos con ella, ¿no? —le empujó por detrás Gaspar.
—Y por qué no te pones tú delante, ¿eh?
 —A la hora de sacar las castañas del fuego... —se enfadó Ana tomando la delantera. Los otros cinco, Gaspar, Tasio, Sonia, Fernando y Pedro se apretaron tras su compañera.
—Señorita Soledad... La profesora de lengua alzó la vista. Vio a Ana, y a su espalda el complejo núcleo formado por los otros cinco. Sus cinco joyas más relevantes.
 —¿Qué quieres? —preguntó en un tono de lo más aséptico.
 —La hemos visto tan disgustada que no sé... —vaciló Ana
 —¿Y cómo quieres que esté? —mantuvo el libro en alto, sin ánimo de dejar de leer.
 —No venimos a pedirle que nos apruebe ni nada de eso —Ana habló en plural, aunque sabía que no era su caso
—. Queremos que esté bien y...
 —Eso es imposible —la cortó la maestra. —¿Ah, sí? —Me va a dar algo. Es cuestión de horas, puede que de minutos. No era una mujer afectada, ni dada a los dramatismos. Así que se sintieron impresionados por sus palabras, y más aún por el tono, crepuscular, sombrío. Los ojos eran igual que dos fuegos fríos, la boca formaba un sesgo horizontal muy duro. Su diminuta figura temblaba bajo el peso de una carga al parecer insoportable. La viva imagen del fracaso.
Sintieron lástima. Todos.
—Tú, Sonia —la profesora señaló a la chica—, ¿quieres ser un día una mujer maltratada?
—No.
—¿Y tú, Tasio, quieres ser un maltratador?
—No.
—¿Y tú, Gaspar, quieres echar una colilla por la ventana del coche y quemar un bosque por inconsciencia?
¿O vosotros, Fernando y Pedro, arrojar una bolsa de plástico a la calle en lugar de a la basura, y provocar que vaya al mar, mate peces, y que en unos meses haya hambre en Etiopía o Somalia?
Los chicos negaron con la cabeza, impresionados.
—Pues todo es lo mismo: cultura —ahora sí dejó el libro en la mesa—.
Solo leer os hará libres, fuertes, os dará carácter, ideas propias.
 —¿Y si leemos no nos pasarán esas cosas, así de fácil?
—Será mucho más difícil que te pasen, Gaspar, por mucho que te cueste creerlo.
—Vale, pues le prometemos leer este verano — propuso Tasio.
 —Ah, no —fue categórica—. Se os pasó el arroz. Ya no hay tiempo. Nada de promesas después de todo un curso de vagancia. Y que conste una cosa: me duele más a mí que a vosotros. Es mi fracaso no haberos hecho entender lo que significa leer o no haber sabido inculcaros el amor por las palabras.
 —No se lo tome así —sintió lástima Ana.
 —¡Leer es divertido! ¡Jugar con las palabras y las letras es genial! ¡Pues claro que he fracasado! ¡Me habría gustado tanto enseñaros esos juegos!
—Hágalo —dijo Tasio.
—Eso habría sido posible de haber completado el programa escolar, si nos hubiera sobrado tiempo, si hubierais tenido un mínimo de interés o una base sobre la cual asentar todo lo demás. ¡Pero no ha sido así, una pena! Os habría enseñado los palíndromos, los bifrontes, los anagramas, los pangramas, los tautogramas, los calambures...
 —¿Qué son todas esas cosas? —alucinó Gaspar, que nunca había oído hablar de ellas.
—Sí, ¿qué es eso último, lo del calambur? —abrió los ojos Tasio.
—Una frase formada por las mismas letras y en el mismo orden, pero agrupada por sílabas distintas, puede significar o decir dos cosas diferentes.
Eso es un calambur. ¿Ejemplos? «Diamante falso» y «Di, amante falso»; «Ato dos palos» y «A todos, palos»; «Yo lo coloco y ella lo quita» y «Yo, loco, loco, y ella, loquita».
—¿Y eso para qué sirve?
—¿Para que sirve un videojuego, Tasio? —respondió llena de cansada inocencia.
—Y el resto, los pangramas, los anagra...
—Lo siento, ya no hay tiempo, ¡no hay tiempo! —se agitó de nuevo.
 —Háganos algunos juegos de esos, solo para demostrarnos que tiene razón —le propuso Ana, que era la menos sospechosa de todos ellos.
 La profesora de lengua se animó un poco, llevada por su inercia.
—¿Cuál es la palabra más larga que existe? Vacilaron unos segundos, buscando palabras larguísimas.
 —Arroz —los sorprendió la maestra—. Empieza por la letra A y termina por la letra Z.
—Eso es trampa...
—¿Cuál es la palabra más corta y con más sílabas? — no hizo caso de la protesta de Tasio. Volvieron a quedarse en blanco.
—Aéreo, cinco letras, cuatro sílabas —dijo la mujer
 —. ¿Sabéis que hay palabras que tienen los dos sexos, es decir, que son masculinas o femeninas según cómo las expresemos?
 No se dieron cuenta, pero ya tenían la boca abierta.
—Díganos una.
—Arte —anunció triunfal—.
En singular es masculino. Por ejemplo, decimos «arte moderno». Pero en plural es femenino. Por ejemplo, «artes plásticas» —no les dio descanso
—: ¿Y una palabra que tiene todas las letras duplicadas?
 ¡Aristocráticos!
 ¿Y cuál es la más larga con todas las letras distintas?
 ¡Centrifugadlos, catorce letras, la mitad del alfabeto!
 ¿Y una con los cuatro firuletes de nuestra lengua? ¡Pedigüeñería!
—¿Qué es un firulete?
—¡Pedigüeñería tiene el punto de la primera «i», los dos puntos de la «ü», el sombrero de la «ñ» y la tilde de la «í» final! ¡Eso son firuletes!
¿Y tú, Ana, sabías que tu nombre es palindrómico? ¡Dice lo mismo tanto si se lee de izquierda a derecha como si se lee de derecha a izquierda! ¿No es maravilloso? ¡Y hay tanto, tantísimo! Le brillaban los ojos.
Casi daba miedo.
—Oiga, todo eso que nos está diciendo me gusta mucho —se animó Sonia.
—Claro, no tiene nada que ver con estudiar a Cervantes o hacer redacciones —dijo Pedro.
—¡Todo tiene que ver!
 —Vale, pues háganos más juegos —le pidió Fernando.
—No, se acabó —movió la cabeza de lado a lado, y también las manos—. No hay tiempo —y lo repitió igual que si su cabeza se automatizara—: No hay tiempo, no hay tiempo, no hay tiempo...
Se hizo el silencio. La profesora de lengua parecía ida. De pronto, sus ojos se empequeñecieron. De una forma tan maquiavélica...
Y ellos se quedaron paralizados, como si un gélido viento los acabase de atenazar.
—No hay tiempo, pero sí una forma de... —oyeron musitar a la maestra.
 —¿De qué aprobemos? —se arriesgó Tasio.
 —No —la palabra sonó como un latigazo, pero lo peor fue la mirada acerada de ella—. Hablo de una forma de hacer que yo... me sienta mejor. Al menos antes de ir al manicomio.
—No será para tant... Gaspar se calló de golpe.
La señorita Soledad se puso en pie. Recogió sus cosas despacio. Su rostro, ahora, era demoníaco.
—O-o-oiga, ¿q-q-qué le p-p-pasa? —tartamudeó Gaspar.
—Sí, puedo hacer algo más antes de pedir la baja — los miró uno a uno, despacio, más y más diabólica en su expresión—. Algo que me resarza de estos años, que me alivie, que me... compense. Ya no dijo nada más. Sonrió. Más aún: soltó una risita todavía más histriónica y pérfida. Total. Luego pasó por su lado y salió del bar del instituto, dejando tras de sí un frío terrible y seis rostros paralizados.
Capítulo LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS Vicente Blasco Ibáñez
 TASIO se sentía culpable. No era el único burro de la clase, pero eso le daba lo mismo. La señorita Soledad había puesto el dedo en su llaga más personal: no quería ser como los demás, se sentía especial, diferente. Siempre había sido un individualista.
Ana también había hablado de eso horas antes, al decir que la auténtica rebeldía consistía en leer. ¿Y si tenían razón? Algo le decía que así era, y entonces...
Miró la novela que no había querido leer, por pasota, por mera tozudez, arrinconada en el ángulo más lejano de su mesa de trabajo.
 La habitación era un caos, la mesa era un caos, pero la novela brillaba con luz propia, destacaba igual que un faro en la noche. En internet había encontrado lo suficiente para hacer el trabajo que le pedía la maestra. El resto le daba igual. Ni siquiera hizo caso de los comentarios de la propia red acerca de que el libro era muy bueno. ¿Qué más daba eso? Si era algo «de la escuela», era un coñazo. Si era «un deber de clase», era una obligación impuesta. Ya leería cuando fuese mayor. —Jobar... —suspiró.
No, sabía que eso no era cierto, que sin el hábito...
 No hacía falta ser muy listo para saber eso. Se levantó de mala gana y fue a la mesa. Se sentó en la silla y, desde su nueva posición, volvió a mirar el libro. El título era sugerente. Del autor, ni idea. Alargó la mano y lo abrió. Pasó las páginas a vuelapluma, como si así pudiera leerlo de golpe, en plan robot. Un sinfín de palabras le salpicaron los ojos. Allí dentro, encerrada entre esas páginas, había una historia que alguien inventó en su momento. Una historia que esperaba ser leída, agazapada igual que un sortilegio a la espera de su víctima. Decían que las novelas te atrapaban, porque estaban vivas. Lo decían los que leían, por supuesto. Lamentaba mucho lo de la SOS. No por ser la maestra era su enemiga. De otros, sí lo era, pero de ella no. Siempre había sido legal. Y ahora estaba de psiquiatra. Sufría por ellos. Alguien se equivocaba. Tal vez él. Miró la primera página, las primeras líneas de letras y palabras. No empezaba en plan palicero, con una larga descripción, sino con un diálogo, ágil, vivo. Sin darse cuenta, empezó a leerlo. Sin darse cuenta, acabó la primera página. Sin darse cuenta, terminó el capítulo. Sin darse cuenta, comenzó el segundo. Sin darse cuenta... Una hora después, había leído prácticamente un tercio del libro, absorto, envuelto, metido de lleno en la historia, que no era interesante, no: era superinteresante. A esa misma hora, Gaspar se hallaba igual que su amigo. Primero, dio varias vueltas por su habitación, en plan lobo enjaulado. Después, le dio una patada a la silla y a punto estuvo de romperla. Cuando su madre entró a ver qué había sido ese ruido, lo encontró sentado en ella y fingiendo estudiar.
 La mujer suspiró complacida. —Se esfuerza, y eso ya es bastante —oyó que le decía a su hermana mayor.
—El día que se te caiga la venda de los ojos... —le respondió ella.
Gaspar le sacó la lengua a la puerta, al otro lado de la cual se suponía que se encontraba la listilla de Carmen, tres años mayor que él y más pija...
Finalmente, cogió el libro, se acordó de la SOS, lo abrió y empezó a leer.
Ni siquiera se dio cuenta de la forma en que caía envuelto en su red mágica. En su casa, Sonia hacía lo que jamás hubiera imaginado: leer mientras permanecía sentada en la taza del inodoro. Y debía de llevar ya en ella por lo menos veinte minutos, porque estaba por la página veinte de la novela. ¿Por qué no la había leído antes? Era buenísima. ¿Por qué era tan tozuda? ¿La adolescencia, la guerra contra el mundo entero, la frustración y la desesperación de la edad? Excusas. No le gustaba leer y punto. Bueno, no le gustaba leer lo que le mandaban, y encima le mandaban siempre cosas espantosas, antiguas. Pero aquella novela...
 El recuerdo de la profesora herida y angustiada también había presidido los pasos en solitario de Pedro y de Fernando. No entendían el motivo de que la maestra estuviera tan afectada. O sí. Lo estaba porque se preocupaba por ellos. Así de fácil. Sufría. Pedro puso la mano derecha sobre el libro y dijo: —Juro que te leeré en verano. Un juramento era un juramento, así que aquello iba a misa. Lo leería en verano.

Fernando, en cambio, lo mismo que Tasio, Gaspar y Sonia, se esforzaba en leer la historia, aunque a cada paso se encontraba con palabras que no entendía y que le desanimaban. Incluso llegó a buscar una en el diccionario. De las más raras: «miríada».
Los escritores escribían para demostrar lo listos que eran. Y para decirles a los demás que eran unos burros. Llegó a la página doce antes de cansarse, no porque la novela no le gustase, sino porque las palabras raras se sucedían una tras otra, y eso le hacía sentir mal.
 —A fin de cuentas, el daño ya está hecho —se reafirmó en su decisión de no seguir leyendo—. Mañana la SOS estará en el psiquiátrico. La única que a aquella hora no leía la novela era Ana, en primer lugar, porque ya la había leído en su momento, y, en segundo lugar, porque no podía quitarse de la cabeza a la señorita Soledad. Aquella expresión...
Aquel brillo en la mirada, y sus enigmáticas palabras... ¿Qué habría querido decir con aquello de que «puedo hacer algo más antes de pedir la baja»? ¿Y con lo de resarcirse, aliviarse y compensarse? ¿De qué manera se resarcía, aliviaba y compensaba una maestra herida en su amor propio, que mostraba su fracaso ante ellos por no haberles sabido inculcar el amor por la literatura?
Ana miró el teléfono. ¿Y si llamaba a la policía?
 —Miren, que creo que mi profesora de lengua se va a suicidar. Qué estupidez. Intentó hacer algo, leer otro libro, hacer planes para las vacaciones, pero no pudo. Se sentía colapsada. Y estaba segura de que al menos Tasio y Gaspar también debían de estarlo. Eran dos buenos chicos. Legales. Los tres formaban un buen equipo. Sonia era distinta, y tanto Pedro como Fernando más trastos. Pero Tasio y Gaspar... De haber sabido que los dos leían la novela como locos en aquel mismo instante, se habría sentido muy orgullosa de ellos. Era como si el fantasma de la profesora de lengua estuviese allí, escondido, espiándolos, o presidiendo sus actos en aquella tarde-noche incierta.

Capítulo CINCO SEMANAS EN GLOBO Jules Verne
 NO pudieron hablar demasiado durante las dos primeras horas de clase de la mañana. El ambiente era raro.
 —Ayer me leí el libro —proclamó Tasio con orgullo entre clase y clase.
 —Yo también —no quiso ser menos Gaspar.
 Ana abrió los ojos. —¿En serio? —Es muy bueno. Si lo hubiera sabido antes...
 —Lo mismo pienso yo. No hay muchos libros tan buenos como ese.
—¡Pero si ella os lo dijo! —se desesperó Ana.
—Ya, pero si les hacemos caso a los profes... —se hizo el duro Tasio.
—Para ellos todo es bueno, o necesario, o obligatorio —apostilló Gaspar.
—No se dice «o obligatorio», sino «u obligatorio» — le rectificó Ana.
 Y antes de que él protestara y se enfadara agregó—: ¡Y yo también os lo dije! ¿Por qué no me hacéis caso? No pudieron seguir.
 La segunda hora transcurrió tan perezosa como la primera. Quedaba el recreo, la última clase y... adiós. Era viernes. Tarde libre y fin de semana a las puertas del verano. Demasiado. Ana no dejó de mirarles. Inseparables. En lo bueno y en lo malo. Nunca estaba segura de si le gustaba más Tasio, por su temperamento libre, o si por el contrario su preferido era Gaspar, más inocente. Uno era fuerte, el otro, entrañable. Y los dos honestos, sinceros. Los apodos les venían bien: TNT y GOL. Ella a veces se sentía aún más rara que sus compañeros, y no solo por leer. Tenía tantos complejos... Necesitaba demostrarse demasiadas cosas a sí misma. Por esa razón se aislaba siempre que podía. Si encima Tasio y Gaspar leyeran libros y pudieran intercambiarse opiniones, discutir, prestárselos... Sería increíble.
 —¿Qué, con cuál te quedas? —le susurró al oído Sonia.
 —¡Cállate! —se puso roja. A la hora del recreo salieron los cuatro juntos al patio y continuaron hablando de la novela. Tenían ganas de decirle a la profesora de lengua que la habían leído, por si eso ayudaba. La última clase era la suya.
 —Mejor se lo decimos antes, ¿no? —propuso Gaspar. Fueron a buscarla, como el día anterior, pero no la encontraron ni en la sala de profesores ni en el bar. Más aún, en la sala de profesores advirtieron cierto bullicio poco académico, movimientos, agitación. Y cuando metieron la cabeza por el hueco de la puerta no se la cerraron en la cara de puro milagro
. —Ahora no —les advirtieron.
—¿Qué estará pasando? —vaciló Ana.
—Cualquier cosa, ya sabes cómo son —se encogió de hombros Tasio. Regresaron al patio y esperaron los escasos cinco minutos que faltaban para el retorno a clase. Cuando sonó el timbre, ya estaban en la puerta, así que llegaron los primeros al aula. El resto se les sumó antes de que la maestra hubiera hecho acto de presencia. Un minuto después, ella seguía sin dar señales de vida. Dos minutos después, lo mismo. A los tres minutos, todos tenían la certeza de que algo sucedía.
 —¿Ya la habrán ingresado en el manicomio? — preguntó Pedro en voz alta.
 —No van tan rápido —manifestó Fernando.
—¿Y tú como lo sabes, ya has pasado por ello? —le pinchó Sonia.
—Me refiero a que primero te hacen exámenes y cosas así, si no los manicomios estarían llenos.
—¿Queréis callaros? —protestó Ana.
 Se encontró con las miradas culpables de Tasio y de Gaspar. Cinco minutos.
 —O nos envían a alguien o nos vamos a casa, ¿no? — cantó feliz Pablo Antonio.
—No seas burro, PAVO. —Caray, qué suspicaces estáis algunos. El ambiente se hizo espeso. Matilde, Estanislao, Eulalia, Julio, Esperanza y Elvira se unieron a Tasio, Gaspar y Ana en su preocupación. Los dos chicos eran los que estaban en la puerta, atisbando por la rendija en dirección al pasillo. El instituto estaba de pronto sumido en el silencio, y no solo porque todo el mundo, presumiblemente, estuviese en clase.
—Voy a explorar —anunció Tasio.
 —Te meterás en un lío —quiso detenerlo Ana.
 —Voy contigo —le apoyó Gaspar. Salieron al pasillo ignorando el gesto de la chica y se pegaron a la pared, como espías. Luego avanzaron despacio en dirección a la zona reservada a la dirección, la sala de profesores y la biblioteca. Nadie les salió al paso. Pero, desde luego, algo sucedía, porque la sala de profesores era un hervidero.
Oyeron voces. —¡No! —¡Sí! —Pero...
—La ha palmado, seguro —se puso fúnebre Gaspar.
—No seas burro —le dio un codazo Tasio.
 —Si es que no estaba normal. —¡Cuidado!
Echaron a correr en dirección a su aula al ver que salían el jefe de estudios, el señor Valerio, y la directora, la señora Bienvenida, que también tenía apodo porque sus dos apellidos eran Blanco Balcázar. O sea, BBB. Ellos la llamaban la Tres Bes o la señora Buena, Bonita y Barata. Se metieron de cabeza por la puerta de la clase, que Ana tenía abierta por si acaso.
—¿Qué pasa? —se alarmaron algunos.
 —¡Vienen la Tres Bes y el Valerio! Ocuparon sus puestos y esperaron, inquietos. El fin del misterio. O el comienzo de algo peor si, como esperaban, había sucedido algo malo con la SOS y les echaban la culpa a todos ellos.








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